sábado, marzo 26, 2005

Más Cioran

Supremacía de lo adjetivo.




Como no puede haber sino un número restringido de posiciones cara a los problemas últimos, el espíritu se encuentra limitado en su expansión por ese límite natural que es lo esencial, por esa imposibilidad de multiplicar indefinidamente las dificultades capitales: la historia se atarea únicamente en cambiar el rostro de una cantidad de interrogantes y soluciones. Lo que el espíritu inventa no es más que una serie de calificaciones nuevas; vuelve a bautizar los elementos o busca en sus léxicos epítetos menos usados para un mismo e inmutable dolor. Siempre se ha sufrido, pero el sufrimiento ha sido o "sublime" o "justo" o "absurdo", según la visión de conjunto que el momento filosófico mantenía. La desgracia constituye la trampa de todo lo que respira; pero sus modalidades han evolucionado: han compuesto esa sucesión de apariencias irreductibles que inducen a cada instante a creer que es el primero en sufrir así. El orgullo de esta unicidad le incita a enamorarse de su propio mal y a hacerlo durar. En un mundo de sufrimientos, cada uno de ellos es solipsista con respecto a todos los otros. La originalidad de la desgracia es debida a la calidad verbal que la aísla en el conjunto de las palabras y las sensaciones...

Los calificativos cambian: ese cambio se llama progreso del espíritu. Suprimidos todos: ¿qué quedaría de la civilización? La diferencia entre la inteligencia y la estupidez reside en el manejo del adjetivo, cuyo uso no diversificado constituye la banalidad. Incluso Dios no vive más que por los adjetivos que se le añaden; esta es la razón de ser de la teología. Así, el hombre, calificando siempre diferentemente la monotonía de su infelicidad, no se justifica ante el espíritu más que por la búsqueda apasionada del nuevo adjetivo.

(Y sin embargo, esa búsqueda es lamentable. La miseria de la expresión, que es la miseria del espíritu, se manifiesta en la indigencia de las palabras, en su agotamiento y degradación: los atributos merced a los que determinamos las cosas y las sensaciones yacen finalmente ante nosotros como carroñas verbales. Y dirigimos miradas llenas de nostalgia al tiempo en el que no desprendían más que un olor a cerrado. Todo alejandrinismo proviene finalmente de la necesidad de airear las palabras, de prestar a su marchitamiento el suplemento de un refinamiento alerta; pero acaba en un agotamiento donde el espíritu y el verbo se confunden y descomponen. (Etapa idealmente postrera de una literatura y de una civilización: imaginemos un Valéry con el alma de un Nerón...)

Mientras nuestros sentidos frescos y nuestro corazón ingenuo se reencuentran y deleitan en el universo de las calificaciones, prosperan el azar del adjetivo, el cual, una vez disecado, se revela impropio y deficiente. Decimos del espacio, el tiempo y el sufrimiento que son infinitos: pero infinito no tiene más alcance que: hermoso, sublime, armonioso, feo...¿Quiere uno restringirse a ver el fondo de las palabras? No se ve nada, pues éste, separado del alma expansiva y fértil, es vacío y nulo. El poder de la inteligencia se ejercita en proyectar sobre él un lustre, en pulirlo y hacerlo deslumbrante; este poder, erigido en sistema, se llama cultura, fuego de artificio sobre trasfondo de nada.)