Hoy he tenido una curiosa sensación.
De entre todos los recuerdos que tengo de Islandia, hay uno que me llega de manera recurrente a la cabeza. Este es el de los momentos posteriores al aterrizaje en Keflavic. Desde el aeropuerto, mientras hablaba por teléfono con mi hermano, veía el color gris del cielo y notaba el fuerte viento que había en el exterior. Minutos después, Nazareth y yo nos dirigíamos al coche y percibíamos en nuestro propio cuerpo las inclemencias del agosto islandés. Ya estábamos allí. Aquel momento fue casi onírico, y lo recuerdo como se pueden recordar los cuadros de Munch. El fuerte viento nos acompañó a lo largo de gran parte del viaje, y siempre será la banda sonora de nuestra memoria.
Hoy, en Valladolid, la ciudad se transfiguró de manera mágica. El cielo se volvió gris y pareció contener el tiempo durante horas. El viento frenaba de manera durísima mi bicicleta y zumbaba constantemente en mi casco. El cesped del edificio de las Cortes se volvió más verde de lo que jamás había sido. Tras varias horas en el trabajo, regresé a casa. El efecto continuaba. Me acerqué a la biblioteca para devolver un par de películas. En la estantería de devoluciones figuraban cuatro guías sobre Islandia.